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Friday, December 09, 2005

Más allá del Samurai 

Sabía que no vería el sol alzarse de nuevo. Pero de alguna forma ése era el menos melancólico de sus pensamientos. La muerte pondría fin a todo. Esta idea se le antojaba tranquilizadora. Confiaba en que la nada borraría el conocimiento de su fracaso. Ese era el terrible hecho que olvidaría felizmente incluso si tenía que ser a cambio de su vida. Había fallado. Todo el entrenamiento y dedicación de su vida habían quedado en nada. Y por tanto su vida tenía que terminar.

Allí arrodillado en el centro del claro del bosque, escuchó el silencio que le rodeaba, susurrándole la verdad al oído. La nieve había cubierto la hierba con una gruesa capa amortiguadora, como intentando ocultar la miseria que él había causado. Pero él sabía que seguía ahí de todas formas, justo debajo de la superficie. La sangre de la hija del Emperador estaba congelada, y su brillante color se había vuelto negro rojizo, ya antes de ser cubierta piadosamente por la fría sábana de la naturaleza. Los cadáveres de los guardaespaldas y los de los mercenarios traidores que les habían atacado ya no eran más que bultos en la blanca planicie. La nieve había empezado a caer mientras mataba a los últimos asesinos, y no había cesado durante las pocas horas que él permaneció allí, congelado, no por el frío, sino por la comprensión de su derrota; no había llegado a tiempo ni siquiera para escuchar las últimas palabras de su protegida. Pero ahora podía escuchar incluso los copos deslizándose por la seda de su kimono, sólo estorbados por alguna escasa mancha de sangre. La luz lechosa de la luna ascendente le permitía ver los alrededores como en un cuento de fantasmas. El mundo parecía expectante, esperándole con ansiedad.

Desde un principio sabía lo que tenía que hacer, y no lo estaba retrasando, sino que había caído en una especie de estupor mientras la magnitud de su fracaso le sobrepasaba. Pero ahora finalmente volvió a su ser; comenzó a mover lentamente su brazo derecho. Se le había dormido, y casi congelado, y apenas sintió su mano al agarrar el mango de su katana. La desenvainó lentamente de su saya y efectuó los movimientos rituales que había aprendido de sus maestros esperando que coronaran una vida de honor. Finalmente dirigió la punta afilada hacia su estómago, sosteniendo la hoja con sus manos desnudas, ya que sus brazos eran demasiado cortos para alcanzar el mango. Se cortaría gravemente las manos en el último envite, pero estaba seguro de que ni siquiera lo notaría. Alzó su cara al cielo, y pidió clemencia en la próxima vida. Luego reclinó la cabeza y se preparó para el último esfuerzo.

En la hoja, entre los copos de nieve que se fundían en su brillante superficie, vislumbró una imagen que le dejó sin respiración. La belleza de aquella cara era sobrecogedora. Una faz pálida enmarcada por mechones de pelo negro desplegaba unos ojos más negros y una boca resuelta, todo combinándose en una expresión de sabiduría y confianza. Sintió que podría besar esa cara, sabía que la podía reverenciar. Pensó que era la aparición de uno de sus ancestros esperando a encontrarse con él y dándole la bienvenida a su reino. Realmente parecía venir de otro mundo. Pero según fué concentrando su atención en la visión, y sus ojos encontraron tiempo para localizarla como un reflejo en la hoja metálica, se dio cuenta de que era su propia cara la que estaba mirando. Era suyo el rostro que le había cautivado tanto durante unos momentos. Era él el ser que merecía tal devoción.

Miró dentro de su alma, y se dio cuenta de que no podía poner fin a tal ser. Era mucho más sabio ahora, y por tanto, más valioso, y a la vez incapaz de destruir belleza. Tenía que liberarse de las reglas del Samurai, el código de Bushido que forzaba en él actos que ahora sabía que estaban en contra de su naturaleza. El código sagrado era el camino a la perfección, pero al final tenías que abandonarlo para alcanzar ese mismo objetivo. Percibió que había llegado su tiempo para hacer precisamente eso. Sintió un gran alivio y a la vez la gran carga de la libertad de voluntad cayendo sobre sus hombros. Ahora era un ser completo, que podía y debía tomar sus decisiones por sí mismo, sabiendo que no tenía mejor guía que su conciencia y sabiduría, cultivadas a través de los años, de los maestros, y de la disciplina.

Una vez libre del código de conducta auto-impuesto, pudo ver que no había fallado. Había puesto toda su voluntad en la tarea, sin vacilación, y sin consideración por la propia vida. Lo había intentando tanto como era capaz, así que no se podía culpar a sí mismo. Su antigua mente seguía diciéndole que sólo con que se hubiera movido con más presteza, o sólo con que hubiera previsto el ataque unos segundos antes, la Princesa estaría todavía viva. Pero su nuevo yo le decía que aquellas eran fantasías de su imaginación; si no había hecho las cosas de forma distinta era porque eso era todo lo que estaba a su alcance como ser limitado. Lo que no ocurrió no pudo haber ocurrido. Él había dado todo lo que tenía para ofrecer, y el resultado no cambiaba aquello. Le entristecía cómo había terminado, pero no podía arrepentirse de cómo había actuado.

Se levantó, y al hacerlo sintió que él mismo se elevaba a un nuevo nivel, donde sus obligaciones estaban claras, pero no escritas en ningún libro. Ahora él era su propio maestro.

Alzó su brazo por encima de su cabeza, y con un hábil movimiento de su katana, liberó el moño de pelo que representaba su compromiso con el Samurai. Su largo y negro cabello cayó fluyendo y descansó sobre sus hombros. Junto con su resuelta mirada y su nueva expresión, le daban un aspecto salvaje que era difícil de asociar con el viejo guerrero domesticado que había estado a punto de cometer Hara-kiri allí mismo hacía sólo unos minutos.

Comenzó a caminar directamente adelante, sin siquiera una mirada a lo que dejaba atrás. Parecía que iba a ver al sol alzarse de nuevo después de todo, aunque ya lo había sentido alzarse dentro de su alma.




Caminó tan deprisa como pudo, a pesar de la nieve apilada, y en unas pocas horas podía ya ver el pueblecito en el que habían pensado pasar la noche. No era más que un pequeño grupo de chozas rodeadas por una empalizada de madera, con dos portones que permitían al camino principal entrar y salir del pueblo, y dividirlo en dos mitades. Las puertas estaban cerradas, pero no había vigilantes.

Al aproximarse al portón, y abrirlo sin dificultad, le vino a la mente que necesitaría un nuevo nombre que acompañara a su nueva resolución. Un nombre con el que presentarse al mundo, igual que tendría que presentarse ahora a los habitantes durmientes. Kirumo fué el nombre que le estaba esperando cuando buscó uno, y lo adoptó inmediatamente. Se identificó con él como si se hubiera visto a sí mismo como un Kirumo toda su vida.

Bajó por el camino y se acercó a la cabaña más grande que pudo ver. Golpeó la puerta y pidió en voz alta a los dueños que salieran. Tras un momento de incertidumbre, y algunos ruidos apagados, la puerta se abrió con un rechinar desagradable y un viejo bajito en ropa interior y con el pelo blanco y suelto miró hacia fuera con una expresión nerviosa y sorprendida. Algunas otras cabezas se asomaron también a través de diversas aberturas en las viviendas de alrededor, preguntándose qué podía ser lo que perturbaba sus tranquilas vidas en mitad de la noche. Kirumo no perdió tiempo con presentaciones ceremoniosas y exclamó:

- Soy portardor de muy tristes noticias para todos los habitantes del Imperio. Es mi deber anunciar que la hija menor de nuestro Emperador ¡ha sido asesinada por una banda de traidores criminales!
- ¿Qué? ¿Cómo puede ser eso? ¡No es posible! - Exclamaron varias voces a su alrededor.
- ¿Y qué? - Murmuró alguien en la oscuridad, obviamente sintiéndose más desligado de los asuntos reales.
- Su cuerpo yace cerca de vuestro poblado, apenas unas horas al este, en el centro del principal claro del bosque. - Continuó Kirumo - Es ahora vuestro deber y obligación proceder urgentemente a recoger sus restos mortales y darles el tratamiento que merecen. También enviareis un heraldo a informar al Emperador de esta desgracia tan pronto como sea posible.

La noticia causó gran alboroto y confusión, y también cierta porción de desconfianza. No fué hasta que el desconocido les mostró su anillo de jade, con el emblema que todos podían reconocer, que los aldeanos comenzaron a mostrar el respeto adecuado e iniciaron los preliminares para la expedición de rescate.

Durante la frenética actividad que siguió, el emisario que acababa de causar toda aquella alteración se deslizó aparte y desapareció en la oscuridad cuando nadie le observaba. Se acababa de encargar de su último deber y estaba preparado ya para iniciar su nueva vida. Abandonó la aldea rápida y silenciosamente, y decidió viajar hacia el norte, hacia las tierras baldías, para permanecer tan alejado como pudiera de las metrópolis y de las vías de comercio.

Durante días caminó en dirección norte, cruzando con arrojo los bosques y yermos, de día y de noche, o siguiendo a veces las sendas que le ayudaban en su viaje hacia su desierto destino.

Seguía una de estas sendas un día, cuando vió a una joven muchacha acercándose a él sóla, y notó cómo se ponía nerviosa ante la idea de cruzarse con un extraño tan lejos de su aldea. Cuando estuvo lo bastante cerca, Kirumo quedó perplejo ante la vista de su cara. Aunque la mantenía agachada, pudo ver claramente que aquella niña ¡no era otra que la Princesa misma! Él sabía que era claramente imposible; no sólo estaba la Princesa muerta, sino que nunca llevaría aquellas ropas de villana, ni se inclinaría ante un plebeyo. Pero tampoco podía negar lo que veian sus ojos.

En un impulso, se dejó caer sobre sus rodillas y codos, y proclamó:

- ¡Su Majestad! Aqui estoy para serviros. Por favor ordéneme lo que desee.

Una parte de él esperaba que ella le despreciaría y le pediría que se quitara la vida allí mismo. Otra parte suya ansiaba que ella le perdonara y le tomara de nuevo a su servicio. Aún otra parte de él sabía que todo esto eran tonterías. La Princesa estaba muerta, y no caminando toda sola por senderos comarcales.

Wednesday, December 07, 2005

The New Samurai 

He knew he would not see the sun rise again. But somehow that was the least melancholic of his thoughts. Death would put an end to everything. This idea felt soothing to him. He hoped oblivion would erase the knowledge of his failure. That was the terrible fact he would gladly forget even if it meant losing his life. He had failed. All his life's training and devotion had come to nothing. And so his life had to end.

Kneeling there at the center of the woods clearing he heard the silence surrounding him, whispering the truth to his ears. The snow had covered the grass with a thick, dampening layer, like trying to hide the misery he had caused. But he knew it was there all the same, just behind the surface. The blood of the Emperor's daughter was already frozen solid, and its bright color had turned to reddish black, just before being mercifully covered by nature's cold sheet. The corpses of her bodyguards and those of the traitorous mercenaries that had attacked them were now no more than bumps on the white plain. The snow had started falling just as he had slain the last assassins, and had not stopped for the few hours he remained there, frozen not by the cold but by the realization of his defeat; he had not even been in time to hear her last words. But now he could even hear the flakes sliding down the silk of his kimono, only hindered by the rare stain of blood. The milky light from the rising moon let him see his surrounding as in a ghost tale. The world seemed expectant, waiting for him in anticipation.

He knew from the beginning what he had to do, and he was not delaying it, but he had just fallen into a kind of torpor while the magnitude of his failure overcame him. But now he finally came to his senses; he started slowly to move his right arm. It was numb and almost frozen, and he hardly felt his hand as it gripped the handle of his katana. Slowly he unsheathed it and performed the ritual movements that he had learnt from his masters hoping they would crown a life of honor. He finally directed the pointed end towards his stomach, holding the blade with his bare hands, as his arms were too short to reach the handle. He would badly slash his hands in the final thrust, but he was sure he would not even notice that. He raised his face to the sky, and asked for mercifulness on the next life. Then he bowed his head and prepared for the final effort.

On the blade, among the snowflakes that melted on its shiny surface, he glinted at a vision that halted his breathing. The beauty of that face was overwhelming. A pallid countenance framed by black hair locks showcasing the deepest dark eyes and a resolute mouth, all combining in a placid expression of wisdom and confidence. He felt he could kiss that face, he knew he could worship it. He thought it was the apparition of one of his ancestors waiting to meet him and welcoming him to their realm. It certainly seemed to come from another world. But as he focused his attention on the vision, and his eyes had time to locate it as a reflection on the blade, he realized it was his face he was looking at. His was that wise visage that had so captivated him for a few moments. He was that being that deserved worshipping.

He looked inside his soul, and realized he could not put an end to such a being. He was now so much wiser and was therefore both more worthy and unable to destroy beauty. He had to break free from the rules of the Samurai, the code of Bushido which was forcing acts on him that he knew now were against his nature. The sacred code was the way to perfection, but somehow you had to drop it to reach that very goal. He sensed his time has come to do this. He felt a great relief and at the same time the big burden of freedom of will falling on his shoulders. He was now a complete being who could and should take his decisions on his own, knowing there was no better guide than his consciousness and wisdom, as he had grown them through the years, through the masters, and through the discipline.

Once free of the self-imposed code of conduct, he could see he had not failed. He had put all his will to the task, without hesitation, without consideration for his own life. He had tried as hard as he was able of, so he could not blame himself. His old mind kept telling him that if only he had moved more swiftly, or if he had just foreseen the attack a few seconds sooner, the Princess would still be alive. But his new self told him those were constructs of his imagination; if he had not done things differently it was because that was all that was at his reach as a limited being. What did not happen could not have happened. He had given all he had to offer, and the result didn't change that. He was sad of the outcome, but could not regret it.

He stood up, and as he did he felt himself raising to a new level, where his obligations were clear, but not written in any book. Now he was his own master.

He raised his arm above his head, and with a skillful sweep of his katana, he let loose the knot of hair that represented his commitment to the Samurai. His long, black hair went flowing down and rested on his shoulders. Together with his resolute gaze and new facial expression they gave him a new look that was difficult to associate with the old tamed warrior that was about to commit Hara-kiri just there a few minutes ago.





He walked as fast as he could, in spite of the piled snow, and in a few hours he could already see the small village in which they had thought to spend the night. It was just a small group of huts surrounded by a wood fence, with two gates that allowed the main path to enter and leave the village and split it in halves. The gates were closed, but there was no lookout.

As he approached the gate, and opened it without difficulty, it came to his mind that he would need a new name to match his new resolution. A name with which to present himself to the world, the way he would need to do now to the dormant inhabitants. Kirumo was the name waiting for him as he searched for one, and he adopted it immediately. He identified with it as if he had seen himself as a Kirumo for his whole life.

He went down the path and approached the biggest hut he could see. He knocked on the door and called loudly to the owners to come out. After a moment of hesitation, and some hushed noises, the door opened with an unpleasant squeak and a short, old man in underwears and loose, white hair looked outside with a nervous and surprised expression. Several other heads also popped out from diverse openings in the surrounding dwellings, wondering what could be disturbing their quiet lives in the middle of the night. Kirumo didn't waste time on any ceremonial presentations and exclaimed:

- I am bearer of very sad news for all inhabitants of the Empire. It is my duty to announce that the younger daughter of our Emperor has been slain by a murderous band of traitors!
- What? How can that be? That's not possible! - Exclaimed several voices around him.
- So what! - Murmured someone in the darkness, obviously feeling more detached from the royal affairs.
- Her body lies near your village, hardly a few hours to the east, in the center of the main clearing of the woods. - Continued Kirumo - It is your duty and obligation now to proceed urgently to collect her remains and give them the treatment they deserve. You will also send a herald to inform the Emperor of this disgrace as soon as possible.

These news caused a lot of noise and confusion, and also some amount of disbelief. It was not after the stranger showed them his jade ring, with the emblem all of them could recognize, that the village people started showing the due respect and initiated the preliminaries for the retrieval expedition.

During the frantic activity that ensued, the emisary that had just caused all this perturbation slid aside and disappeared into the darkness while nobody noticed. He had just taken care of his last duty and was ready to start his new life. He left the hamlet quickly and silently, and decided to travel north, towards the wastelands, so as to remain as far as he could from the metropolises and the merchant paths.

For days he walked north, crossing boldly the woods and barren plains, by day or by night, or following sometimes the small roads that helped him on this travel to his deserted destination.

He was following one of these roads one day, when he saw a young girl approaching him all alone, and noticed how she became nervous at the prospect of meeting a foreigner far from his village. When she was close enough, Kirumo was dumbstruck at the sight of her face. Even though she kept it bowed down, he could clearly see this young girl was no other than the Princess herself! He knew it was clearly impossible; not only was the Princess dead, but she would never wear those peasant robes, nor bow in front of a baseborn. But he could not deny his eyes either.

On an impulse, he went down on his knees and elbows, and proclaimed:

- Your Majesty! Here I am to serve you. Please command me what you please.

One part of him expected she would scorn at him and request of him he should take his own life right there. Another part of him hoped she would forgive him and take him back into her service. Yet another part of him knew this was all nonsense. The Princess was dead, and not walking the countryside paths all by herself.

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